Durante el último año y medio, los talibanes han tomado el pelo a la comunidad internacional y a la población afgana, un paseo tan salvaje que ha dejado mareados también a sus propios altos cargos. El gobierno talibán se ha retractado constantemente de sus promesas y ha despojado a los ciudadanos de cada vez más derechos.
Las políticas que ha introducido han ido empeorando progresivamente, y cada nueva política eclipsa a la anterior con sus graves consecuencias. Se ha restringido gradualmente la educación de niñas y mujeres, se ha limitado el empleo femenino, se ha violado la libertad de expresión, se ha detenido y torturado a disidentes y la dirección de los servicios de inteligencia no ha hecho más que crecer.
Los fracasos socioeconómicos y las violaciones de derechos por parte de los talibanes han atraído naturalmente la mayor parte de la atención internacional, y con razón. Pero hay otra cuestión bastante importante en la que los talibanes tampoco han logrado avanzar: el diálogo nacional y la formación de un gobierno integrador.
Ser integrador en el gobierno es una gran exigencia para un grupo islamista que ha llegado al poder tras una victoria militar total. Y no es de extrañar que, tras las conversaciones iniciales con algunos grupos políticos, los talibanes anunciaran un gabinete que los excluía a todos.
Desde entonces, los talibanes se han mostrado poco dispuestos a mantener un diálogo formal significativo con otros afganos para gobernar el país. Y sin embargo, gran parte de la comunidad internacional ha hecho de la inclusividad una condición para la normalización de las relaciones y el reconocimiento del gobierno.
Es más, el diálogo nacional tendrá que producirse cuando los talibanes decidan por fin sentarse a redactar una nueva constitución. En la actualidad, el país carece de constitución porque la aprobada en 2004, bajo la que operaba el régimen anterior, quedó suspendida tras la toma del poder por los talibanes. Para que el proceso de redacción de la constitución sea legítimo, requeriría la inclusión de otros actores políticos.
Dicho esto, los continuos esfuerzos de algunos sectores por impulsar ese diálogo nacional imponiendo a los talibanes que negocien con determinadas personas o grupos han sido, cuando menos, contraproducentes.
Ha habido un montón de malas ideas procedentes de Occidente sobre con quién deberían hablar los talibanes. Ha habido reuniones entre funcionarios occidentales y señores de la guerra afganos en el exilio, en un esfuerzo por darles relevancia. Occidente ha respaldado a grupos como el Frente Nacional de Resistencia, dirigido por Ahmad Massoud, hijo del difunto líder militar antisoviético y antitalibán Ahmad Shah Massoud. Su grupo organizó recientemente una conferencia en Tayikistán, a la que asistieron diplomáticos occidentales.
Otros afganos prominentes asociados con la República Afgana también han estado ocupados formando partidos políticos y asociaciones, con la esperanza de atraer el apoyo occidental y, finalmente, un asiento en la mesa de negociaciones. Entre ellos se encuentran Rahmatullah Nabil, ex jefe de la Dirección Nacional de Seguridad, Hanif Atmar, ex ministro de Asuntos Exteriores y algunos caudillos fracasados. La mayoría de estos "nuevos" partidos políticos y otras agrupaciones de afganos son una mera reedición de viejas figuras que fueron fundamentales en el fracaso de los últimos 20 años.
Si la principal razón para exigir inclusividad es lograr una mejor representación de los intereses de la población afgana en el gobierno, entonces estos individuos y grupos son la respuesta obviamente equivocada.
Un rápido vistazo a la historia de Afganistán en los últimos 40 años mostraría cómo la mayoría de los que hacen cola para recibir una invitación al diálogo nacional no representan a la población afgana. Su participación en golpes de Estado, la guerra civil y el fallido y corrupto sistema democrático les desacredita.
Incluso los líderes y partidos de la lucha afgana contra los soviéticos, como Hezbi Islami, Jamiat Islami y otros, que solían gozar del apoyo de una gran parte de la población, han perdido ahora su legitimidad.
La mayoría de estos individuos acabaron obteniendo inmunidad por sus crímenes pasados y se les dio un nuevo comienzo en la conferencia de Bonn de 2001, en la que se organizó el gobierno afgano posterior a los talibanes. En los 20 años siguientes, se unieron a otros para formar una élite cleptocrática y acceder a puestos de poder mediante el fraude electoral. El resultado fue un régimen inestable e ineficaz que se derrumbó como un castillo de naipes ante la oleada talibán.
Una de las bendiciones de la toma del poder por los talibanes fue la expulsión de estos políticos y señores de la guerra corruptos. No tiene mucho sentido resucitar políticamente a grupos y personas que han sido rechazados por la nación y que se enfrentan a su muerte política natural.
La obsesión de la comunidad internacional por incluir a quienes nunca han hecho lo correcto por el país nos distrae de los pocos que hicieron un trabajo honorable dentro del país. Hay personas como el ex diputado Ramazan Bashardost, el ex diputado Syed Selab y el director ejecutivo de la Corporación Estatal de Desarrollo Nacional, Abdur Rehman Attash, que no huyeron del país tras la caída de Kabul y siguen sirviendo al país a través de sus comentarios públicos, su labor humanitaria y sus cargos gubernamentales, respectivamente.
La comunidad internacional también parece ignorar el hecho de que Afganistán tiene todo el potencial para hacer crecer una oposición autóctona de base liderada por la generación joven. Muchos jóvenes y miembros de la sociedad civil han decidido quedarse y trabajar duro para marcar la diferencia. Hay que reconocer sus esfuerzos y darles espacio para crecer y desarrollarse. Ahora están sentando las bases de unas fuerzas que los talibanes tendrán que acabar reconociendo y con las que tendrán que comprometerse.
Hasta entonces, lo mejor que la comunidad internacional -y Occidente en concreto- puede hacer por el pueblo afgano es dejar de intentar imponer a los talibanes socios indignos en el diálogo nacional.
Debería presionar a los talibanes para que acepten un diálogo nacional en principio y dejarles elegir con quién hablar e incluir en el gobierno. Deberían establecerse condiciones flexibles de inclusión étnica y de género que los talibanes deberían cumplir por su propia voluntad. De todos modos, es poco probable que se asignen funciones significativas a los elegidos.
Es mejor un diálogo nacional dirigido por los talibanes en el que se avance poco que uno en el que se impongan las manzanas podridas del pasado. Esto último no haría sino sumir de nuevo al país en una corrupción sin fondo, pero esta vez sin ninguna supervisión internacional. Al mismo tiempo, permitir que los talibanes dirijan el proceso dará tiempo a que una oposición orgánica arraigue en el país, de modo que finalmente pueda celebrarse un verdadero diálogo nacional y se establezcan procesos políticos legítimos en Afganistán.